Comenzaré diciendo que Peter Terry era adicto a la heroÃna.
Éramos amigos en la universidad y seguimos siéndolo después de que me gradué. Y digo “me” porque él dejó los estudios antes de terminar los dos primeros años. Cuando me mudé de los dormitorios de la escuela a un apartamento pequeño, ya no lo vi mucho.
De vez en cuando, chateábamos (por AIM que era lo que se usaba mucho antes del MSN o de Facebook). Una vez, hubo un momento en el que no se conectó durante 5 semanas seguidas, pero no me preocupé…él era popularcillo y un atascado con las drogas, por lo que simplemente asumà que habÃa dejado de importarle.
Sin embargo, un dÃa lo vi en lÃnea otra vez, y antes de que siquiera pudiera saludarlo, me envió un mensaje.
Fue entonces cuando me habló sobre la Casa Sin Fin. TenÃa es nombre porque, supuestamente, nadie habÃa encontrado la salida jamás.
Las reglas eran muy simples y sonaban bastante cliché: quien llegara al último cuarto del edificio se ganarÃa 500 dólares. HabÃa un total de 9 habitaciones y la casa se ubicaba afuera de la ciudad, apenas a unos 6 kilómetros y medio de donde yo vivÃa. Aparentemente Peter hizo el intento, pero habÃa fracasado. Como dije, era un adicto a la heroÃna y a no-sé-qué-chingaos-más, asà que supuse que las drogas habrÃan sacado lo más cobarde de su persona y que habÃa corrido al primer sustito. Pero él insistió que esa experiencia era demasiado para cualquier persona, que era…antinatural.
Por supuesto que no le creÃ. Le dije que lo intentarÃa a la noche siguiente, y que no cambiarÃa de opinión pese a sus desquiciadas historias, ya que los 500 dólares sonaban bastante bien, ¡y por hacer algo tan tonto! Asà que me decidà a ir y me alisté en cuanto el sol se ocultó.
Cuando llegué al lugar, de inmediato me di cuenta de que habÃa algo extraño en el edificio. ¿Alguna vez has leÃdo o visto algo que se supone que no da miedo, pero por alguna razón sientes escalofrÃos recorriendo tu espina?
Caminé hacia la casa y ese sentimiento extraño solo se hacÃa más intenso mientras abrÃa la puerta frontal.
El primer cuarto era casi de risa. ParecÃa un pasillo decorado de cualquier supermercado de esquina, con fantasmas de sábana y zombis animatrónicos que gruñÃan y temblaban cuando pasabas junto a ellos. Al otro lado habÃa una salida, que era la única puerta que habÃa en la habitación además de la que usé para entrar. Caminé hacia ella para pasar al segundo cuarto, apartando con mis manos las telarañas falsas.
Al abrir la puerta, fui recibido por niebla artificial. Este cuarto era el ridÃculo pinacle de la tecnologÃa: no solo estaba la máquina de niebla sino que un murciélago estaba colgado del techo, volando en cÃrculos. TerrorÃfico.
Al parecer, se escuchaba al fondo un disco de canciones de Halloween que seguramente encontraron en una tienda de carretera a 10 pesos. Las canciones continuamente se repetÃan, e imaginé que la bocina estarÃa oculta en alguna parte del lugar. Al caminar, pisé algunas ratas de juguete, que se arrastraron por el piso, infladas.
Sin embargo, algo curioso pasó cuando estaba a punto de abrir la siguiente puerta, sentà que el corazón se me caÃa a los pies. Por alguna razón, no quise abrirla, algo en mi mente, o mi instinto, me decÃa que no lo hiciera. Una sensación de terror se apoderó de mÃ, tan fuertemente, que apenas pude pensar. Pero la lógica se antepuso a estos pensamientos, sacudiéndolos de mi mente y giré el picaporte.
Fue en el cuarto tres donde las cosas comenzaron a cambiar.
A primera vista, parecÃa un cuarto normal. HabÃa solo una silla justo en el centro del lugar, con piso de duela. En una esquina habÃa una lámpara cuya luz hacÃa un pobre trabajo iluminando el área, apenas proyectando algunas sombras sobre el piso y las paredes.
Y justo ese era el problema.
Sombras.
En plural.
Se supondrÃa que solo debÃa verse la sombra de la silla, pero no. HabÃa otras. Apenas habÃa entrado a ese lugar y ya estaba aterrorizado. En ese momento, supe que algo no estaba bien. De inmediato y sin pensar, quise abrir la puerta por la que habÃa entrado, pero estaba cerrada desde el otro lado.
Eso me alarmó. ¿Alguien estaba cerrando los cuartos conforme iba avanzando? No podÃa ser, los hubiera escuchado. ¿Era alguna especie de cerrojo automático, programado para funcionar asÃ? Tal vez, pero estaba demasiado asustado para pensar.
Volvà a mirar y las sombras se habÃan marchado. Solo podia verse la sombra de la silla, pero de las otras ya no habÃa el menor rastro. Lentamente, comencé a caminar. Cuando era niño, sufrÃa algunas alucinaciones, por lo que decidà que ese evento extraño solo habÃa sido producto de mi imaginación. Conforme avancé, me sentà un poco mejor, hasta que se me ocurrió voltear la mirada y ver.
O no ver. Resulta que ahora era yo quien no tenÃa sombra.
Ni siquiera tuve tiempo de gritar: corrà lo más rápido que pude a la siguiente puerta, buscando dejar ese cuarto atrás.
Continúa…
La casa sin fin II
Éramos amigos en la universidad y seguimos siéndolo después de que me gradué. Y digo “me” porque él dejó los estudios antes de terminar los dos primeros años. Cuando me mudé de los dormitorios de la escuela a un apartamento pequeño, ya no lo vi mucho.
De vez en cuando, chateábamos (por AIM que era lo que se usaba mucho antes del MSN o de Facebook). Una vez, hubo un momento en el que no se conectó durante 5 semanas seguidas, pero no me preocupé…él era popularcillo y un atascado con las drogas, por lo que simplemente asumà que habÃa dejado de importarle.
Sin embargo, un dÃa lo vi en lÃnea otra vez, y antes de que siquiera pudiera saludarlo, me envió un mensaje.
David, wey, necesitamos
hablar.
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Fue entonces cuando me habló sobre la Casa Sin Fin. TenÃa es nombre porque, supuestamente, nadie habÃa encontrado la salida jamás.
Las reglas eran muy simples y sonaban bastante cliché: quien llegara al último cuarto del edificio se ganarÃa 500 dólares. HabÃa un total de 9 habitaciones y la casa se ubicaba afuera de la ciudad, apenas a unos 6 kilómetros y medio de donde yo vivÃa. Aparentemente Peter hizo el intento, pero habÃa fracasado. Como dije, era un adicto a la heroÃna y a no-sé-qué-chingaos-más, asà que supuse que las drogas habrÃan sacado lo más cobarde de su persona y que habÃa corrido al primer sustito. Pero él insistió que esa experiencia era demasiado para cualquier persona, que era…antinatural.
Por supuesto que no le creÃ. Le dije que lo intentarÃa a la noche siguiente, y que no cambiarÃa de opinión pese a sus desquiciadas historias, ya que los 500 dólares sonaban bastante bien, ¡y por hacer algo tan tonto! Asà que me decidà a ir y me alisté en cuanto el sol se ocultó.
Cuando llegué al lugar, de inmediato me di cuenta de que habÃa algo extraño en el edificio. ¿Alguna vez has leÃdo o visto algo que se supone que no da miedo, pero por alguna razón sientes escalofrÃos recorriendo tu espina?
Caminé hacia la casa y ese sentimiento extraño solo se hacÃa más intenso mientras abrÃa la puerta frontal.
El primer cuarto era casi de risa. ParecÃa un pasillo decorado de cualquier supermercado de esquina, con fantasmas de sábana y zombis animatrónicos que gruñÃan y temblaban cuando pasabas junto a ellos. Al otro lado habÃa una salida, que era la única puerta que habÃa en la habitación además de la que usé para entrar. Caminé hacia ella para pasar al segundo cuarto, apartando con mis manos las telarañas falsas.
Al abrir la puerta, fui recibido por niebla artificial. Este cuarto era el ridÃculo pinacle de la tecnologÃa: no solo estaba la máquina de niebla sino que un murciélago estaba colgado del techo, volando en cÃrculos. TerrorÃfico.
Al parecer, se escuchaba al fondo un disco de canciones de Halloween que seguramente encontraron en una tienda de carretera a 10 pesos. Las canciones continuamente se repetÃan, e imaginé que la bocina estarÃa oculta en alguna parte del lugar. Al caminar, pisé algunas ratas de juguete, que se arrastraron por el piso, infladas.
Sin embargo, algo curioso pasó cuando estaba a punto de abrir la siguiente puerta, sentà que el corazón se me caÃa a los pies. Por alguna razón, no quise abrirla, algo en mi mente, o mi instinto, me decÃa que no lo hiciera. Una sensación de terror se apoderó de mÃ, tan fuertemente, que apenas pude pensar. Pero la lógica se antepuso a estos pensamientos, sacudiéndolos de mi mente y giré el picaporte.
Fue en el cuarto tres donde las cosas comenzaron a cambiar.
A primera vista, parecÃa un cuarto normal. HabÃa solo una silla justo en el centro del lugar, con piso de duela. En una esquina habÃa una lámpara cuya luz hacÃa un pobre trabajo iluminando el área, apenas proyectando algunas sombras sobre el piso y las paredes.
Y justo ese era el problema.
Sombras.
En plural.
Se supondrÃa que solo debÃa verse la sombra de la silla, pero no. HabÃa otras. Apenas habÃa entrado a ese lugar y ya estaba aterrorizado. En ese momento, supe que algo no estaba bien. De inmediato y sin pensar, quise abrir la puerta por la que habÃa entrado, pero estaba cerrada desde el otro lado.
Eso me alarmó. ¿Alguien estaba cerrando los cuartos conforme iba avanzando? No podÃa ser, los hubiera escuchado. ¿Era alguna especie de cerrojo automático, programado para funcionar asÃ? Tal vez, pero estaba demasiado asustado para pensar.
Volvà a mirar y las sombras se habÃan marchado. Solo podia verse la sombra de la silla, pero de las otras ya no habÃa el menor rastro. Lentamente, comencé a caminar. Cuando era niño, sufrÃa algunas alucinaciones, por lo que decidà que ese evento extraño solo habÃa sido producto de mi imaginación. Conforme avancé, me sentà un poco mejor, hasta que se me ocurrió voltear la mirada y ver.
O no ver. Resulta que ahora era yo quien no tenÃa sombra.
Ni siquiera tuve tiempo de gritar: corrà lo más rápido que pude a la siguiente puerta, buscando dejar ese cuarto atrás.
Continúa…
La casa sin fin II
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